En las últimas décadas, los seres humanos hemos cambiado nuestros hábitos alimenticios de tal forma que. posiblemente, estemos marcando el futuro de la humanidad.

Ingerimos tal cantidad de cosas desconocidas, mezcladas con productos supuestamente naturales, que no se sabe hasta qué punto nos crean enfermedades.

Grandes cadenas de producción alimentaria

Ya no hay alimentos para tanta gente como somos en el planeta, por eso, los niveles de producción de la industria alimentaria han ido adquiriendo una serie de prácticas que, generalmente, anteponen los beneficios a la salud del consumidor.

La publicidad y los envases de los productos alimenticios nos dan de éstos una imagen idílica. Granjas, prados verdes, caseríos blancos, etc, es decir, la idea de lo ecológico como lo sano. Nos hacen ver que nuestra comida procede de esos entornos rurales y maravillosos, cuando en realidad, nada tiene que ver con eso.

Muy pocas veces nos preguntamos de dónde vienen los alimentos, cómo han sido elaborados, por qué proceso ha llegado hasta nuestro plato. Damos muchas cosas por supuestas, pero casi nada es como creemos.

Nuestros alimentos ya no son igual a los que tomaban nuestros abuelos y bisabuelos. Este proceso comenzó hace ya algún tiempo con algo que cambió nuestra vida mucho más de lo que imaginamos: la comida rápida.

Surgieron así las grandes cadenas de comida rápida cuyo objetivo era reducir costes a cualquier precio. Así, sus restaurantes funcionan como cadenas de montajes donde se hace repetitivamente la misma operación hasta que, al final, llega el plato a nuestra mesa.

El problema es que se convirtieron, en poco tiempo, en gigantescas compañías y en los mayores compradores del mundo, no sólo de carne picada, sino de muchos otros productos (lechugas, panes, etc), o sea, todo lo que pueda servir para hacer comida rápida.

Con ello, empezaron a influir con los mismos criterios de eficiencia económica en los productores, es decir, exigían que esa misma eficacia que ellos tenían en sus restaurantes la tuvieran también sus proveedores.

Miles y miles de explotaciones agropecuarias del planeta tuvieron que convertirse en proveedores de esas empresas para poder subsistir y hacerlo en términos competitivos.

Un buen ejemplo de esto es la industria del pollo: las aves se sacrifican en la mitad de tiempo que hace 50 años pero ahora son el doble de grandes. En 6-7 semanas pasan de ser un polluelo a un pollo de dos kilos y medio, pero como sus huesos y órganos vitales no consiguen crecer a tanta velocidad y muchos de ellos no pueden dar unos pasos sin caerse, no tienen fuerza para soportar su propio peso.

Así, en estas granjas, se crían animales enfermizos que nunca han visto la luz del sol, que son incapaces de caminar y que han sido criados para una única cosa: engordar.

Otro ejemplo, son las frutas y verduras disponibles en cualquier época del año. Estos productos pueden venir de cualquier parte del mundo. Generalmente son recogidos verdes y madurados a través de medios artificiales, como el gas etileno, que hace que un producto madure antes. De hecho, la fruta y la verdura no sabe a nada, pero el sabor da igual, lo que importa es que su aspecto sea un reclamo.

Extraños sistemas de facturación de alimentos

Es bien sabido que a la comida se le añaden diferentes elementos para potenciar su sabor, su conservación, etc, que terminan pasando a nuestra dieta, además de los antibióticos que echan en los piensos de los animales que consumimos.

Sin quererlo y sin saberlo, a través de la carne que consumimos, podemos estar tomando una buena cantidad de esos antibióticos e inmunizando a nuestras bacterias. Con ello, se sabe que hay gente que se ha vuelto alérgica a todos los antibióticos y no pueden tomar ninguno.

Pero no sólo son los animales. En la actualidad, una explotación de cualquier cereal saca diez veces más rendimiento a su cosecha que hace cien años. O sea, un agricultor de principios de siglo XX daba de comer con su cosecha a 8-10 personas, hoy da de comer casi a 180 personas. Todo ello se ha conseguido con la aplicación de fertilizantes, pesticidas...., pero sobre todo, gracias a dos productos: la soja y el maíz.

La diversidad de opciones que podemos elegir cuando vamos a un supermercado, por raro que pueda parecer, no es tal. Los productos sólo son de unas pocas compañías y de unas pocas cosechas.

Pero lo más sorprendente es que una gran parte de nuestros alimentos industriales resultan ser subproductos del maíz.

El cultivo masivo de maíz, una planta de gran aporte energético y fácil de cultivar con ayuda de pesticidas y fertilizantes, ha ayudado a dar de comer a una parte importante de la población mundial, pero también tiene otra función, y es que llega a los mercados en las formas más variopintas que podamos imaginar sin que sepamos que se trata de maíz.

La mayoría de los productos que consumimos tienen un tanto por ciento del producto que elegimos pero mezclados con otro tanto por ciento de derivados del maíz o de la soja (o ambos), que han sido procesados industrialmente para dar texturas, sabores, etc y que los hacen pasar por el producto que está etiquetado originalmente.

La soja y el maíz sirven como sustancia base para camuflarlo todo gracias a la ingeniería de los alimentos que consigue ciertos rasgos como los sabores o la sensación en el paladar. Con estos datos se crean nuevos alimentos que no se estropean en el frigorífico y no se quedan rancios. Algunos de estos son la isoglucosa (jarabe de maíz), la maltodextrina, el ácido ascórbico, etc.

Pero es que el maíz, además, es la principal fuente para los piensos del ganado (vacas, cerdos, pollos....) y los pescados de piscifactorías. Que la carne esté tan “barata” no sería posible si no se dispusiera de piensos baratos gracias al bajo precio del maíz.

Pero es evidente que ni los peces ni el ganado están hechos para comer maíz (también al ganado le dan harina de pescado), por lo que cuando empiezan a consumirlo de forma regular se producen también modificaciones en su estructura interna, sobre todo, en su flora bacteriana, y ahí es donde aparece la tan temida bacteria E. coli.

Bacteria E. coli

La E. coli (Escherichia coli) es una bacteria que forma parte de la flora intestinal de todos los mamíferos, incluidos los humanos, fundamental para el correcto funcionamiento del proceso digestivo.

El problema es que, si a una vaca cuyo estómago está diseñado para comer hierba le empezamos a dar una sustancia que al E. coli le gusta y la devora, proliferará en su estómago con con mucha facilidad y puede mutar en una nueva cepa, como la E.coli 0157H7, que luego, al ser ingerida por el ser humano se convierte en potencialmente peligrosa para éste.

La mutación del E. coli segrega una toxina que produce diarreas sanguinolentas y hace que la sangre se estropee. Estropea los hematíes, los hematíes obstruyen el riñón produciendo una insuficiencia renal y puede llevar a la muerte en algunos casos. Además, puede ser resistente a muchos tipos de antibióticos.

Las cepas de E. coli mutado se encuentran, bien en carnes poco hechas (como las hamburguesas), o bien en algunos vegetales.

Pero la carne del ganado también puede contaminarse con sus propias heces, sangre, vísceras y fluidos cuando son sacrificadas en los mataderos por lo que, en este caso, las industrias del sector solucionan el problema tratando la carne con compuestos derivados del amoniaco y el cloro sin que eso afecte mucho al sabor.

Transgénicos

Pero ni siquiera ese maíz o soja que tomamos indiscriminadamente hoy día en nuestra dieta resultan los mismos que tomaban nuestros antepasados, sino que son semillas modificadas genéticamente. Son transgénicos, y además están patentadas.

Es decir, si un agricultor quisiera sacar las semillas de sus productos para replantarlas para la cosecha siguiente no podría, está prohibido porque las semillas están patentadas. Si al año siguiente quiere plantar, tiene que volver a comprar más si quiere vender en el mercado. No puede plantar con esas semillas porque estaría infringiendo el copyright.

Aunque un agricultor se negase a utilizar estas semillas transgénicas tendría problemas porque, si a su cosecha normal de cualquier cereal le viene el polen del vecino y los propietarios de las semillas lo detectan, le pueden demandar por utilización ilegal.

La batalla es, por tanto, patentar incluso modificaciones genéticas de las semillas. A la cabeza de esta batalla está la multinacional Monsanto.

Pero hoy día no sólo se crean cosechas transgénicas, sino también animales transgénicos, aunque para esto último, el debate continúa.

No obstante, sí se pueden encontrar en el mercado especies como los salmones transgénicos de piscifactorías. En estos, ya no todos sus cromosomas son de salmón. Es un híbrido al que se le han implantado porciones de otra especie con fines evidentemente comerciales. La porción cambiada es muy pequeña, para que siga sabiendo a salmón, pero el resultado es que alcanza el tamaño adulto en la mitad de tiempo.

Se ha calculado que si alguna pareja de estos ejemplares llegasen a ser soltados en los ríos, en 40 generaciones acabarían con el salmón natural.

Aditivos

El ser humano detecta tres sabores fundamentales: la sal, el azúcar y la grasa, por cierto, muy escasos en la naturaleza, por lo que cuando nuestros mecanismos internos los detectan, ya que son vitales para su funcionamiento, cogen todo lo que pueden.

La necesidad de esas tres sustancias es explotada por la industria alimenticia y han acabado siendo omnipresente en nuestra dieta, repercutiendo en la aparición de trastornos epidémicos como puede ser la obesidad o la diabetes, disparados en Occidente.

Por eso, a muchas de las cosas que nos comemos ahora mismo les tienen que añadir una serie de aditivos (conservantes, conservantes, potenciadores del sabor, etc), precisamente para atender la propia demanda del consumidor que en muchos casos consiste en comprar cosas que duren mucho en la nevera y no se estropeen rápidamente conservando todo su sabor y frescor.

Si bien es cierto que el uso de los aditivos alimentarios está permitido, controlado y regulado por las autoridades sanitarias (codificado cada uno con la letra E, o H, seguida de una serie de cifras diferentes), también es verdad que, a día de hoy, todavía no se sabe exactamente el efecto que producen en nuestro organismo a largo plazo, como el desarrollo de enfermedades.

Pero si se conoce, por ejemplo, algunos de los efectos de las excitotoxinas, unas sustancias que son utilizadas como parte fundamental de algunos aditivos. Las excitotoxinas son neurotóxicos que afectan a las células nerviosas e incluso pueden provocar su muerte, precisamente excitándolas. Al aumentar desmesuradamente su actividad las lleva al agotamiento y a su propia destrucción.

Entre estas hay una que es muy popular y está presente en más de seis mil productos: el aspartamo (E-951), desarrollado en la farmacéutica Searle en 1965 para aliviar la úlcera péptica y comercializado por Monsanto a partir de 1985.

A día de hoy, todo lo que lleva la etiqueta “sin azúcar” suele estar endulzado con este producto como un sustitutivo del azúcar. Algunos estudios han cuestionado muy seriamente la seguridad de este endulzante pues podría provocar desde migrañas a alzheimer, parkinson, etc, pero también obesidad y cáncer.

Otro aditivo altamente utilizado en alimentación es el glutamato monosódico (E-621), es decir, la sal sódica del ácido glutámico, que podemos encontrar en practicamente todos los congelados, las mezclas de especias, las sopas de sobre y lata, los aliños para ensalada y aceitunas, los productos a base de carne y pescado, patatas fritas, snacks, en los productos asiáticos y muchos más.

Algunos estudios achacan al glutamato monosódico algunos riesgos como la obesidad ya que este aditivo cumple su función extremadamente bien, y ésta no es otra, que hacer más agradable el sabor de los alimentos, no sólo para desearlos más, sino para aumentar la sensación física de apetito, tardar más en llenarte y necesitar comer más.

Hormonas

Que a la carne se le inyectan hormonas no es nada nuevo. De hecho, se lleva a cabo desde hace mucho tiempo. Las primeras fueron los tireostáticos, que afectaban a la tiroides delgada con lo cual se provocaba un crecimiento anormal de esta y que se podía encontrar en la espumilla que soltaban las carnes al freirse en la sartén viéndose reducido su tamaño.

Esto ocurre porque los tireostáticos hacen que una cantidad anormal de agua se fije en la carne. O sea retención de líquidos en todas las partes de la vaca, por ejemplo. Actualmente está prohibido.

Prohibido el anterior, aparece el clembuterol (muy conocido por los deportistas que si comen mucha carne, hasta pueden dar positivo en una prueba de antidoping).

El clembuterol es un anabolizante, una hormona para generar más masa muscular de una forma artificial y que tiene una alta toxicidad para el hígado humano si se consume mucha carne engordada con esta sustancia.

Las hormonas se permiten en las carnes porque, hoy día , este alimento no es un lujo inalcanzable sino que, más bien, se ha convertido en parte integrante de nuestra cesta de la compra por su bajada de precio. Y sirve para calcular el IPC de un país, como el petróleo, por ejemplo.

El IPC, entre otras cosas, influye en los salarios, en los impuestos, etc, por eso, un incremento del precio de la carne (sin conservantes, aditivos, hormonas, etc) iría asociado a los costes de producción y salarios de los trabajadores, y por tanto, aumentaría el IPC del país en cuestión. La carne “bien hecha”, no sólo sería más escasa sino que saldría más cara.

Un estudio realizado hace algún tiempo en Estados Unidos relacionaba la alimentación procesada que ingerían las niñas de clases económicas bajas con una mutación en sus cuerpos que las llevaba a tener su primera menstruación a los 7-8 años de edad.

Y es que es evidente que cuanto más proceso industrial llevan los alimentos más baratos resultan, y por tanto, más fácil es que acaben en nuestra cesta de la compra y nuestro plato.


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