No soy un genio de la macroestadística pero estoy convencido de que el 31 de diciembre de 2020 todos andábamos pidiendo un 2021 un poquito mejor.

Algunos, entre los que me incluyo, también pedíamos que fuera más tranquilo en todos los sentidos. Pero nada, al parecer esto parece un chiste de mal gusto.

Digamos que se encuentran en un bar el 2020 y el 2021, y el 2020 le dice a su sucesor a ver si se atreve a ser peor año que él. 2020 le dice además a 2021 que si lo hace, la siguiente ronda correrá a su cargo.

Lo sé, no tiene ninguna gracia. Ya os había avisado de que era un chiste de mal gusto. No llevamos ni una quincena de este 2021 y ya hemos podido ver algunas cosas impactantes, como una horda de trumpistas fascistas irrumpiendo en el Congreso de los Estados Unidos. ¿Que por qué lo han hecho?

Básicamente porque su aclamado líder espiritual, el todavía presidente Donald Trump les ha incitado. Ese ridículo pero a la vez peligroso ejército de supremacistas ha hecho lo que ha hecho porque se sentían amparados por un hombre que aún ocupa el cargo más poderoso de la tierra. Trump, el “loser” que no acepta perder, no se ha cansado de agitar el ambiente en un país sumamente dividido desde su herramienta de difusión favorita, la red social Twitter. Hasta que Twitter le ha dicho basta y le ha cerrado la cuenta.

Aunque Trump se haya quedado sin su juguete favorito, sus fieles seguidores en todo el mundo ya sabían cómo había que proceder. Ahora es el momento de señalar a Trump como una víctima de la censura. Pobrecito. Un crío de 78 años, con serios trastornos de narcisismo y mentiroso compulsivo, ha visto como se ha vulnerado su derecho a la libertad de expresión. Nada más lejos de la realidad.

Twitter no es un agente comunista alienado con Rusia, China y Venezuela que confabula con Satán. Es una empresa privada que ofrece un servicio sujeto a unas normas comunitarias. Si infringes dichas normas, estás fuera. Y eso vale para un usuario con dos seguidores y para el hombre más poderoso del mundo. No hay donde perderse.

Propongo al lector un juego sencillo. Crearos una cuenta de Twitter (si no queréis perder vuestra cuenta habitual) y empezar a tuitear barbaridades. Tuitead que el Holocausto judío jamás ocurrió. Tuitead que sería necesario asaltar el parlamento de un país cualquiera y matar a todo aquel que se ponga por delante. Tuitead que las mujeres, los negros, los latinos y los asiáticos deberían estar sometidos a la voluntad del hombre blanco. Seguro que antes que termine el día, Twitter os ha cerrado la cuenta. Pero claro, el malo de la película es Twitter, que censura y ataca la libertad de expresión.

Trump ha utilizado su cuenta de Twitter para difundir odio, mentiras y para incitar a la sedición. Varios analistas han señalado su jugarreta del Capitolio como un autogolpe al estilo latinoamericano, y creo que tienen toda la razón. No ha tenido el más mínimo reparo en tratar de romper una de las democracias más antiguas del mundo con tal de seguir en el poder. Algo más propio de un caudillo bananero que de un líder democráticamente electo.

Es inevitable que el cierre de sus cuentas en redes sociales traiga consigo un amplio y largo debate. ¿Suspender sus cuentas en redes sociales ha sido una buena decisión? ¿Quién en Twitter ha decidido esto? Si a Trump se le cierra la cuenta por hacer lo que ha hecho, ¿por qué no ha sucedido lo mismo con otros agitadores y difamadores? ¿Por qué personajes demagogos, populistas y crispadores como Evo Morales, Santiago Abascal o Jair Bolsonaro siguen tuiteando sus falsedades con total impunidad?

Sí, es cierto, es un debate que va para largo. Pero profundicemos antes en la cuestión de la libertad de expresión.

Vivimos en un mundo donde se hace muy necesario defender la libertad de expresión, más aún cuando existen países como Turkmenistán, Corea del Norte o Guinea Ecuatorial donde eso es una auténtica utopía. Todos, a nuestra manera, somos partidarios de la libertad de expresión. Pero una cosa es la libertad de expresión y otra cosa muy distinta es prevalerse de ese derecho para engañar, mentir, manipular e incitar a la confrontación y a la división. En tal caso ese derecho entra en conflicto con otro derecho muy importante, que es el derecho a la información. Da igual si esto irrita a los trumpistas en EE. UU., a los fachas en España o a los masistas en Bolivia; pero no existe el derecho a la desinformación. No todo vale en democracia.


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