Túnez, 17 de diciembre de 2010. Mohamed Bouazizi, un vendedor ambulante inicia su jornada en su puesto de frutas en las calles de Sidi Bouzid y de repente es sorprendido por la policía tunecina.

Amparados por su impunidad y por ostentar el monopolio del uso de la fuerza, los agentes despojan a Bouazizi de sus mercaderías y sus pertenencias.

Ese mismo día, Bouazizi se quema a lo bonzo como forma de protesta. Moriría tres semanas más tarde a causa de las quemaduras, sin saber que su acto inspiró a cientos de miles de tunecinos para rebelarse y derrocar al régimen del presidente Ben Ali.

Tampoco llegaría a saber que su acto desencadenaría los sucesos que hoy en día conocemos como la Primavera Árabe, esa oleada revolucionaria que agitó los regímenes dictatoriales de los países árabes, desde Marruecos hasta Yemen, pasando por Egipto, Libia o Siria entre otros.

El acto de protesta de Bouazizi fue la chispa que encendió la llama revolucionaria.

Es una constante habitual. Un hecho concreto supone la gota que colma el vaso y tiene como consecuencia el estallido de la indignación colectiva.

Eso lleva consigo el problema de que mucha gente puede mal interpretar los motivos de rebeldía, y en consecuencia no lograr entenderlos del todo y hasta llegar a criminalizar las protestas derivadas.

Es un poco lo que está ocurriendo con el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél.

Su ingreso a prisión por el contenido de unos tuits y unas canciones ha generado una ola de protestas en varias ciudades españolas que han terminado con el resultado de siempre: disturbios, brutalidad y abuso policial, contenedores ardiendo, manifestantes detenidos, personas heridas, mobiliario urbano destruido, y hasta una joven a quien los antidisturbios le han arrebatado un ojo.

Como suele ocurrir en estos casos —ya lo vimos en las protestas de 2019 en Catalunya por la sentencia a los presos independentistas—, surgen manifiestos a favor y en contra.

Puesto que la esencia ideológica de la protesta es la izquierda radical y/o transformadora, no es de extrañar que haya salido la derecha política, mediática y tertuliana a criticar los disturbios y las protestas.

No obstante, también se ha podido ver a intelectuales de la izquierda criticar las formas de la protesta y el clima de violencia que se ha desatado. Sería sumamente conveniente que se pudiera analizar todo eso de una forma más justa.

Para empezar hay gente que piensa que todo esta confrontación nocturna entre jóvenes y fuerzas del orden se reduce a la condena de Hasél.

Es de suponer para esta gente, que si el rapero leridano es excarcelado ahora mismo, se acabarán los disturbios y todo volverá a la “normalidad”.

No han entendido absolutamente nada. Y por si fuera poco, algunos de repente han descubierto el contenido de las canciones de Pablo Hasél. Creo que es preciso que muchos de los que nos consideramos de izquierdas les contemos un secreto: a nosotros tampoco nos cae bien Hasél.

No coincidimos en muchísimas de las cosas que dice. No somos defensores de tiranos como Mao o Stalin. No deseamos que Patxi López, Ángel Ros o los Borbones reciban un tiro. Y por supuesto, muchos quedamos indignadísimos al ver como insultaba a Julio Anguita el día que este murió.

Para muchos que somos de izquierdas, Pablo Hasél nos parece un bocazas y un mezquino. Sin embargo, ser un bocazas y un mezquino no es un delito. De ser así más de la mitad de la población estaríamos entre rejas.

El problema es la doble vara de medir de la justicia. El doble rasero con el que la justicia actúa frente a un rapero y frente a un grupo de WhatsApp que cree que deberían fusilarse a 26 millones de rojos hijos de puta.

Es la doble vara de medir con la que actúan los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. El doble rasero de no ver un solo policía en la manifestación neonazi y antisemita del otro día, y ver un amplio desplegamiento de antidisturbios en Linares, Barcelona, Madrid, Lleida y demás ciudades.

Es la doble vara de medir de los medios. El doble rasero de denunciar los abusos de la policía contra los opositores venezolanos —aunque estos sean igual de combativos que los de aquí— y de llamar vándalos y violentos a los que protestan contra la regresión democrática que padece España.

La crítica hacia el colectivo que estos días está protestando no solo se basa en la lógica izquierda-derecha sino también en el paternalismo de los mayores hacia los jóvenes. Es algo parecido a “niño, haz caso de lo que dicen los mayores, que ellos saben”. “Nosotros también fuimos jóvenes y nunca destrozamos las calles para lograr cosas”.

Todo esto me recuerda a “El libro de los por qué” de Gianni Rodari. En la pregunta de por qué los mayores siempre tienen razón, Rodari respondía: Un mayor tiene razón siempre que no se equivoca. Y el problema es que hay muchos mayores que ahora mismo están muy equivocados.

Están equivocados porque son incapaces de ponerse en la piel de esos jóvenes y porque algunos al parecer, han perdido la memoria. Tal vez la historia no sea en absoluto imparcial pero sí lo es el cambio histórico.

La conquista de logros sociales siempre ha venido de la mano de la violencia y del estallido social. El paso del tiempo nos ha permitido romantizar esos logros sociales, pero todos ellos llevan la marca de la muerte, la represión y la criminalización.

¿Qué hicieron las sufragistas británicas para lograr el voto en el Reino Unido? ¿Qué hicieron los movimientos obreros para lograr la jornada de ocho horas? ¿Qué hicieron los negros estadounidenses para lograr sus derechos?

No me gustaría ser el cínico que considera que la protesta pacífica no sirve de nada, pero siempre es más probable que no surja el mismo efecto.

Y sino que se lo digan a los independentistas catalanes, quienes no han conseguido absolutamente nada a pesar de haber llenado año tras año las calles de Barcelona.

Ahora mismo los mayores están equivocados porque muchos parecen incapaces de entender a los jóvenes o directamente no los quieren entender.

España es el país de la UE y la OCDE que lidera el ranking del paro juvenil, con casi un 41%. Asimismo también es el país con más artistas encarcelados del mundo, superando a países como Rusia, Turquía o Irán.

Si vives en una gran ciudad es muy posible que tengas que compartir piso con tres o cuatro desconocidos hasta los 30 años, y ya ni hablemos de comprar una vivienda.

Los jóvenes de hoy prácticamente no han conocido otra realidad más allá de la crisis económica y de los estragos que esta sigue causando. Si antes de la pandemia ya no veían futuro, con el coronavirus muchos ya no ven ni el presente. Y para colmo están los que, hagan lo que hagan, les criminalizan y les victimizan. Si hacen un botellón, les criminalizan. Si salen a la calle a protestar, les criminalizan.

Más que el cabreo de los jóvenes me preocupa mucho más las pataletas de los mayores, quienes no quieren reconocer que los jóvenes están así porque ellos no les han dejado futuro alguno.

Pero nada, sigan criticando a los jóvenes. Ellos seguirán dejándose la cara por los derechos y libertades de todos, mientras habrá algunos que ejercerán su protesta de otra manera, marchándose de este país y llevándose su talento a otro lugar donde no se les abandone.

Más de uno ya estará considerando a estas alturas del texto, que soy un defensor de las barricadas, de los saqueos a tiendas del Passeig de Gràcia y de los contenedores quemados. Qué queréis que os diga, yo no estoy a favor de la violencia. Es más, me repudia y la condeno. Y a diferencia de aquellos que dicen condenar toda violencia pero solo condenan la de los disturbios, yo la condeno absolutamente toda.

Hay muchas formas de violencia. Me parece más violento ver a gente buscando comida en los contenedores que ver cómo estos arden. Me parece más violento el desahucio a una familia con menores que el ataque a una sucursal bancaria. Me parece más violento el uso de bulos y difamaciones para criminalizar la protesta que el ataque a la sede de El Periódico. Y no me malentendáis. Me parece horrible que se quemen contenedores, que se asalten sucursales bancarias y por supuesto, y más aún como periodista, que se ataque a un medio de comunicación. Pero para ello conviene entender la relación causa-efecto.

Si se ocasionan barricadas con contenedores y se lanzan adoquines es porque los antidisturbios disparan pelotas de goma y aporrean indiscriminadamente y de forma desproporcionada —muchos videos demuestran que son ellos quienes provocan el clima de violencia—.

Si hay destrozos en una sucursal bancaria es porque son esos bancos los que desahucian a las personas mientras tienen millones de pisos vacíos.

Si se señala a los medios de comunicación es por la frustración de ver al cuarto poder complaciente con el Estado, en lugar de ser el elemento fiscalizador y vigilante que controla a ese poder y advierte de sus abusos.

Estoy convencido de que en España hay millones y millones de antidisturbios. Y hablo de forma literal. Anti disturbios, en contra de los disturbios. Yo soy uno de ellos. Como he dicho, no me gusta ver violencia en las calles, gente perdiendo un ojo y autos con los cristales rotos. No me gusta ver contenedores ardiendo.

Sin embargo, eso último, sintiéndolo mucho, es lo que menos me preocupa. Me preocupa mucho más la regresión democrática que padece España en materia de derechos humanos y fundamentales.

No deberíamos dejar que el mobiliario urbano destrozado nos cegara de lo que es realmente preocupante. Es más fácil reponer contenedores rotos que restaurar derechos arrebatados y revertir injusticias.

Sí, en España hay antidisturbios, pero no son esos matones que llevan casco, escudo, porra, disparan proyectiles y actúan con total impunidad con el beneplácito de un Estado supuestamente democrático.

Esos que se llaman antidisturbios son precisamente los que los provocan. Y se han convertido en la representación de todos los demás elementos violentos del poder. Da igual si son los poderes financieros, los poderes judiciales, los poderes mediáticos o los antidisturbios. Es la violencia del Estado la que nos ha llevado hasta aquí.


Imagen de Antonio Cansino

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