No son pocos los clichés que siempre atribuimos a las distintas regiones del mundo. Sean elogiosos o peyorativos hay una cosa que está clara: que en el caso de América Latina y especialmente en el mundo andino, la minería es un cliché recurrente, conocido y omnipresente. Y no es de extrañar.

La explotación minera constituye un porcentaje importantísimo en las economías de países como Perú, Chile, México o Brasil. América Latina es, después de África, la segunda gran mina del mundo y eso explica porque resulta de tanto interés para los capitales extranjeros dedicados a la minería. Pero como dice el dicho, no es oro todo lo que reluce y nunca mejor dicho.

Mencionando a los cuatro países anteriormente citados, vemos como estos concentran el 85% de la producción minera de todo Latinoamérica, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). No es de extrañar pues que la región sea suculenta para invertir, más teniendo en cuenta que la demanda de metales en el mundo sigue creciendo a pesar de las fluctuaciones económicas. Y es que las baterías de nuestros móviles o de los nuevos coches eléctricos requieren de metales como el litio o el cobre.

América Latina tiene el 61% de las reservas mundiales de litio y el 39% de las reservas de cobre. Y también están metales como la plata dónde Perú y México copan las primeras posiciones en reservas de este metal. Y el oro, acompañado de su siempre inseparable fiebre, con importantes minas en República Dominicana, Ecuador y Brasil.

América Latina tiene, entonces, una gran riqueza escondida en sus entrañas. No obstante, allá donde surge un proyecto de explotación minera surge irremediablemente un conflicto social y ambiental.

El paso de los años y el aumento de proyectos mineros ha demostrado que proyecto minero y conflictividad social ya son dos términos inseparables en América Latina.

Los conflictos se dan en muchos términos y por muchas razones, pero el resultado casi nunca termina siendo justo. Y es que la minería genera cuantiosos beneficios a los inversores extranjeros y muchos dolores de cabeza para la población latinoamericana y para el territorio. Una balanza desigual en la que los Estados y los gobiernos de la región no actúan de justos árbitros.

La variedad de minerales y metales que alberga Latinoamérica choca con fuerza con otra innegable realidad, que es la variedad de sus gentes. Se calcula que existen alrededor de 800 pueblos indígenas en la región, sumando todas ellas una población de más de 45 millones de personas.

La apuesta de los gobiernos latinoamericanos por la explotación minera como sector prominente en las respectivas economías, ha provocado confrontaciones contra muchas comunidades indígenas y sus originarios territorios. Y muchas veces esas expulsiones de comunidades indígenas de sus hogares han provocado también la contaminación del entorno y la extinción de recursos tan esenciales como el agua.

La ley de acción y reacción es reiterada en este aspecto; si surge una mina, seguramente surge un conflicto. En una macroregión como esta, con 20 países distintos, tal vez podríamos aislar y particularizar cada conflicto minero, pero las cifras actuales ya hacen imposible hablar de casos aislados, sino más bien de un problema estructural.

Y es que el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) contabiliza hasta la fecha un total de 277 conflictos mineros, 55 de ellos en México, 49 en Chile, 42 en Perú, 28 en Argentina y 26 en Brasil. La minería, así entonces, termina siendo un talón de Aquiles para el continente.

La gran riqueza que esconden los nevados, cordilleras y subsuelos latinos termina por agravar la pobreza endémica de las regiones. Y rara vez las manos que gozan de esa riqueza son de sus mismos países.

Son varios los conflictos en los que se manifiestan injusticias tales como la violación al derecho de la propiedad, el derecho a la salud o el derecho a la vida. Hay veces incluso en las que todas esas injusticias se juntan y forman una suma de despropósitos, bien unidos a los perjurios medioambientales que la minería causa en las regiones explotadas y aledañas.

Un buen ejemplo de ello es Yanacocha, en el departamento de Cajamarca, en el norte de Perú. Iniciado su proyecto en 1990 y su explotación en 1993, esta es la mina de oro más grande de Latinoamérica y la segunda en todo el mundo. El principal accionista de esta mina es la empresa estadounidense Newmont Mining.

Han sido diversos los destrozos que esta explotación minera ha causado en el territorio, el más importante la desaparición del río Yanacocha. La fulminación de las canalizaciones hidrográficas ha negado a las comunidades agrícolas de la zona un recurso tan esencial como es el agua, no ya para su consumo vital sino para la irrigación de sus cultivos.

Como era de esperar, en 1994 surgieron fuertes movimientos de protesta, los cuales han persistido hasta la actualidad. Sin embargo, y eso parece ser una triste constante, una comunidad enfrentándose a los intereses de una multinacional minera suele ser lo más parecido a una cometa enfrente de un huracán.

A pesar de que los movimientos contra la mina de Yanacocha fueron arropados por algunos sectores del clero peruano, el Estado y los medios de comunicación dieron la espada a las reivindicaciones y en algunos casos estas fueron criminalizadas.

En un intento de que la sangre no llegase al río, Newmont Mining quiso pagar compensaciones a los campesinos, aunque estas indemnizaciones han estado lejos de reparar los daños ocasionados, además de ser inferiores según denuncia OCMAL. Asimismo, esta es la cara bonita del conflicto, pues también se han registrado amenazas y coacciones para el abandono de las tierras.

Si bien la minería causa muchos problemas a quienes no viven de ella, la misma puede ser perjudicial para aquellos que si trabajan directamente o indirectamente para una mina. De hecho, no hace falta salir de Perú para darnos cuenta de ello.

Es el caso de la mina de La Rinconada, máxima expresión de la fiebre del oro, pues muy alta tiene que ser esta fiebre para aventurarse a una vida llena de inconvenientes. Ubicada en el nevado Ananea, en la región de Puno, La Rinconada es la ciudad más alta del mundo, situada a más de 5000 metros de altura. Si alguien más dado a vivir en las llanuras o en la costa ya sufre de mal de altura al visitar ciudades como La Paz o Quito, que ni se le ocurra visitar La Rinconada.

La presencia de una mina de oro en esta región explica la existencia de una ciudad que ha ido creciendo de forma descontrolada y que en la actualidad contabiliza un censo de casi 70.000 habitantes. Hablamos de un municipio que podría recibir fácilmente el premio a una de las peores ciudades del mundo en las que vivir. A la falta de oxígeno le acompañan la ausencia total de alcantarillado, la contaminación de mercurio del agua y del aire y la casi total inmunidad del crimen en sus calles, además de una preocupante red de trata de menores dentro de los muchos burdeles que pueden hallarse.

Y todo ese entramado anti-ciudad nace por la mina. Una mina, propiedad de la peruana Corporación Minera Ananea, donde sus trabajadores además de sufrir de trabajar bajo cero y con apenas oxígeno, sufren también el yugo del cachorreo; un sistema de trabajo semiesclavista (o incluso esclavista del todo) mediante el cual trabajan de 25 a 28 días al mes para un contratista y el resto de días para sí mismos.

No conseguir ni una mísera pepita de oro en esos días restantes, implica haber trabajado gratis todo el mes. Y peor destino para las mujeres, pues ya conocido el gran patriarcalismo de las sociedades mineras, ellas tienen prohibido entrar en los túneles, no fuera el caso de que El Tío se enfadara y la mina se pusiera celosa.

Las imágenes de las pallaqueras de La Rinconada —las mujeres que buscan restos de oro entre las toneladas de piedra desechada— son la viva expresión del machismo y la precariedad. Tal vez el único aspecto positivo que podamos hallar en La Rinconada es su esperanza de vida, corta según muchos, pues la mina tal vez esté dando sus últimas reservas de oro. Y es de esperar que si no hay mina, no habrá Rinconada. Y es que solo la fiebre del oro da sentido a la existencia de una ciudad como esa.

Otro conflicto minero relevante es el relacionado con el proyecto San Bartolomé, una mina a cielo abierta en una de las vertientes del Cerro Rico de Potosí, en Bolivia. En este caso nos encontramos con un proyecto iniciado en 2003 por la empresa boliviana Manquiri, subsidiaria de la norteamericana Coeur d'Alene Mines Corporation.

El conflicto se produjo a causa de la expropiación de 400 hectáreas de terreno a los pobladores aymaras de la comunidad Jesus Machaca.

Las comunidades indígenas afectadas denunciaron que la empresa minera no aplicó los criterios y normas establecidos por el Banco Mundial.

A pesar de que se acordó una compensación de 1’6 millones de dólares por los daños ambientales y sociales ocasionados, lo cierto es que el Cerro Rico de la famosa Villa Imperial presenta otro preocupante problema. Y es que no son pocos los estudios que señalan el peligro de derrumbe estructural del cerro a causa de la gran cantidad de túneles que hay en sus entrañas.

Puede parecer, en vista al deseo de inversión extranjero, que el capital forastero es el culpable de ese gran problema endémico que padece el continente. Tendría sentido, ya que el nulo apego de esos capitales al territorio que explotan es evidente. Sin embargo, hay veces que el problema es exclusivamente interior, y en particular son empresas estatales las que dotadas de su poder, inmunidad e inviolabilidad pueden destruir entornos, ecosistemas y vidas en sus propios países.

Es el caso de Codelco, la empresa estatal de Chile dedicada a la industria minera. En la actualidad la actividad minera aporta más de un 10% del PIB chileno, además de ser Chile el principal productor de cobre del mundo. Codelco opera en 7 de las 28 minas que hay a lo largo del país, y una de ellas es la joya de la corona de minería chilena.

La mina de Chuquicamata es una de las mayores minas a cielo abierto del mundo. Si bien esta inició sus actividades en 1915, a finales del siglo XX se empezaron detectar varios problemas en las aguas del río Loa y el conflicto surgió en la localidad de Quillagua, a 150 kilómetros de la mina y dependiente del agua del Loa.

El problema desde entonces ha sido la presencia de elementos contaminantes en las aguas del río así como el drenaje de las mismas para las demandas mineras de Chuquicamata. El resultado ha sido el despojo de la práctica totalidad de los recursos hídricos para las comunidades indígenas de Quillagua y una nueva contienda de David contra Goliath.

Problemas territoriales, ambientales, sociales, laborales, incluso patriarcales. Los modelos mineros latinoamericanos siguen brindando grandes beneficios particulares pero con altos costos colectivos.

La historia de Latinoamérica y su compleja actualidad demuestra que todavía persisten problemas fuertemente vinculados a los agravantes que comportan las invasiones. Si antaño fueron los invasores españoles quienes explotaron las alturas andinas, hoy en día son las grandes empresas mineras quienes se reparten el pastel. Y el territorio y su variada demografía, como siempre, sufren las secuelas.

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