Nunca imaginé que la muerte de un futbolista pudiese causar tanto dolor. A los argentinos, podía imaginármelo sin haberle dado muchas vueltas, pero ¿en mí? Ni en un millón de años.

Vaya por delante, por si no está claro, que no soy argentina, al menos no de nacimiento, aunque tengo un profundo e inquebrantable vínculo con el país albiceleste. Tampoco soy demasiado aficionada al fútbol, aunque lo he sido durante una época (antes de la aparición de la pandemia, pero esa es otra historia).

Cuando el miércoles, 25 de noviembre, oí la noticia de labios de alguien a quien le afectó mucho, no me sorprendió y tampoco me conmovió demasiado. Casi pensé que era predecible, tras la hospitalización, la operación y las últimas imágenes del Diego, que, dicho sea de paso, quisiera borrar de mi mente. Prefiero recordarle con un balón en los pies, en las rodillas, en la cabeza, con el "Life is life" sonando de fondo, o con una copa del mundo pegada a los labios.

La noticia no me afectó de primeras porque últimamente tenía una falaz imagen de Maradona, culpa muy posiblemente de la prensa oportunista y amarilla, que en los últimos tiempos se ha dedicado a aprovechar cualquier gesto o palabra que estuviera fuera de lugar (según ellos), para machacarle.

Uno de los primeros comentarios que he escuchado tras su muerte, es que estuvo muy solo en sus últimos días. No sé si es verdad, me inclino a pensar que también es una patraña, pero esta idea también me llevó a pensar que su actitud altiva y su complejo de superioridad le habrían llevado a estar solo. MENTIRA.

Los gritos desgarrados de los hermanos argentinos, a los pies de su féretro en la capilla ardiente de la Casa Rosada, me han borrado por completo esa idea que tenía de él. Perdona, Diego.

Si algo no era, es altivo. Si algo no transmitía a la gente del pueblo, es complejo de superioridad.

Al Diego le alegraba repartir alegría, le alimentaba alimentar las panzas vacías con goles y grandes jugadas. Y nunca olvidó de dónde venía. Así lo siente su gente y así lo ha sentido y sentirá siempre. Luchó contra el poder establecido y su rebeldía, inconformismo e irreverencia no se le han perdonado nunca.

Eso es lo que admiramos más de él (lo que yo, personalmente, había olvidado durante unos años). Ni con 25 años ni con 60 consiguieron callarle.

Con 25, tal vez es natural y común rebelarse ante la autoridad, denunciar lo injusto y negarse a pasar por el aro diseñado con esmero por el poderoso. Con 25, hasta se puede pensar que llegue a ser una pose, que llegue a usarse para meterse en el bolsillo a la gente. Con 60, queda demostradísimo que la indomabilidad es genuina. Un alma intacta.

Pero este escrito no va de alabar al Diego, pues ya no quedan palabras, va de lo impactante de la desolación de sus compatriotas (y muchos más), del dolor gigantesco que ha creado su postrero viaje. No podemos pensar que es solamente por cómo jugaba al fútbol. Hay, obligatoriamente, que ir más allá.

El Diego unió en vida con su juego y su forma de ser, pero sobre todo por lo que representaba, por la fe que le envolvía y que sembraba. Era inevitable que su paso al otro lado dejara millones y millones de corazones partidos, desperdigados por medio mundo, que se sienten como una mole uniforme, como un enorme y único corazón.

Hoy, Alberto Fernández, presidente de la nación, llora tanto y tan sentidamente como Alberto Fernández, de Villa Fiorito o Alberto Fernández de Santo Tomé. Eso no puede decirse, que yo sepa, de ninguna muerte en la historia de la humanidad y sospecho que seguirá sin poderse decir de ninguna otra en el futuro.

Ahora todos los de "arriba" comenzarán a cambiar el nombre a los estadios (ya lo han hecho), calles y polideportivos y a llamarlos con tu nombre, Diego, pero llegan tarde, como siempre. El amor se demuestra en vida y tu gente lo hizo.

Tu gente supo agradecer y apreciar tu valor y tu valentía, cuando aún compartías mundo con nosotros. De ahí la incredulidad ante tu marcha. Que no es que a mí no me duela tu ausencia, que lo hace, pero lo que verdaderamente me sobrecoge y atenaza es el desconsuelo que has dejado.

Ya me gusta el mate. Ya digo lorca y choborra. Ahora el dolor de los argentinos se me ha metido dentro y no lo puedo ni lo quiero sacar. Permiso para ser argentina.

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